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En la antigua China, había un emperador Ming que vivía con avidez de conquista y riqueza. Su insaciable codicia le llevó a saquear todo lo que encontraba a su paso para convertirse en el hombre más rico del mundo. Nunca tuvo suficiente con todo lo que su padre Fong le había legado con tanto sacrificio, y nunca saqueó, todo el mundo le apreciaba y le colmaba de regalos.
Ming es uno de los peores emperadores que gobernaron el mundo. Pensó que si todos le temían, sería más poderoso, pero se equivocó por completo. El miedo no es la mejor baza para un gobernante. Y lo descubriría por sí mismo. Incluso su esposa, la emperatriz Yeng, no lo reconoció, dijo que no era la misma persona con la que se había casado.
A pesar de los consejos de todos, el emperador Ming hizo lo que quiso. Envió a sus hombres a todas las aldeas para recaudar impuestos. Si los aldeanos no querían pagar directamente, los dejaban sin nada, en la pura miseria. Todo esto tenía que cambiar porque no podía seguir así. Su padre y su esposa le decían.
Ni siquiera su hijo de cinco años le ablandó el corazón. Era despiadado y nadie se atrevía a enfrentarse a él. Pero un día el pequeño cayó enfermo. El emperador mandó llamar a los mejores médicos, que incrédulos no encontraron nada malo en él, por lo que pensaron que podría ser un hechizo que alguien le había lanzado.
Entonces, un día, un extraño hombrecillo llegó a palacio y le dijo al emperador Ming que el estado de su hijo era la venganza de un pueblo enfadado que ya no podía soportar sus caprichos y exigencias. Sin saber qué hacer, Ming le pregunta qué debe hacer para salvar la vida de su hijo.
El extraño hombrecillo le dice entonces que debe deshacerse de todos los malos modales que ha adquirido porque eso es lo que está matando a su hijo lentamente. Furioso, el emperador lo hizo echar de palacio, pensando que todo era mentira, pero al ver que su hijo no se recuperaba de su enfermedad se puso a pensar.
Además, la emperatriz le dijo que si le pasaba algo al niño se sentiría culpable hasta las últimas horas de su vida. Le dijo que pensara en lo que el extraño hombre le había dicho. Finalmente, decidió empezar por una de las últimas aldeas saqueadas y ordenó a sus hombres que devolvieran absolutamente todo lo que habían cogido.
El pequeño parecía sentirse un poco mejor, la fiebre había desaparecido. Ming se preguntaba cómo podía afectar lo que había hecho al estado del niño. Decidió empezar de nuevo con otro pueblo. Esta vez el niño empezó a comer un poco más y todos se quedaron perplejos.
El niño mejoraba cada vez más y el emperador se sentía mejor cada vez que devolvía el botín a los aldeanos y veía que su hijo mejoraba. El hombrecillo volvió a palacio para preguntar cómo estaba el niño y el emperador, avergonzado por haberle echado de palacio, pasó de largo.
Le pidió que le perdonara y también tenía una pregunta que hacerle, ¿quién es y cómo sabía lo que tenía que hacer? El extraño hombrecillo contestó que era muy sencillo, que él era su conciencia y que la había perdido cuando sus aires de grandeza se habían apoderado de ella. Así, el emperador no volvió a saquear ninguna aldea y vivió en paz con todo su pueblo.
